14x20, 72 pag.
Poesías (2005).
CONTRATAPA por Ricardo Rubio:
La voluntad de armonía trazada a lo largo de «El frágil equilibrio de los cuerpos» impone una especial cercanía a su lectura, un salto por sobre la barrera experiencial que habitualmente separa al autor del lector. La forma exterior que Jorge Hirsch imprime a estos versos acentúa el contenido de un modo particular: lo resume, lo acota, lo pronuncia, además de imponerse por sobre la retórica que suele debilitar la poesía de nuestro tiempo. Así, concreto, sanguíneo —a veces vehemente— y con la flexibilidad que dicta lo espontáneo, advierte la continua reformulación con que las urgencias ciñen al ser; reniega de las comunes de-bilidades y cree en el poder de la palabra para para florecer aun en la aridez. El amor y el destino, transformados en melancolía con-trolada, buscan el cauce de la interioridad hacia la verdad honda, subjetiva, sabiendo que la eterna conjetura que nos hace ciertos secretea entre los versos, pues «los versos nacen en los territorios del alma».
Ricardo Rubio
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JORGE HIRSCH Y EL FRÁGIL EQUILIBRIO DE LOS CUERPOS
por Ricardo Rubio
Todo hecho literario parte del soliloquio, acaso influido por una necesidad incomprensible que se sobrepone a otras, también necesarias; una suerte de bilocación en la que el otro es el uno que se divide para oír de sí la interpretación del orbe. En la manifestación poética, el monólogo parece buscar desde la verdad subjetiva el temple y el propósito de la voz que lo dicta. No es casual entonces que la pasión, la melancolía y las situaciones límites ocupen la mayor parte de las preocupaciones del poeta: “Transformar el llanto en sangre/ o simplemente en gotas/ que se pierden en el tiempo.”[1]
Jorge Hirsch, con un profuso ideario que demanda el roce de lo corpóreo, examina lo basto, analiza los extremos dolientes del destino y nos reduce la entrega con el mensaje franco de su emotividad, de su particular proyección sentimental. Ya Jorge Luis Borges preocupó algunas de sus líneas con reflexiones en torno al proceso virtual del pensamiento confrontándolo a la imposibilidad de que éste acceda al mínimo tacto con la materia. El todo visible se transforma así en utopía a la hora de una mínima cavilación. Pero somos espíritu, mente, universo interior, y nada de lo que por idea nos sucede existe en el mundo objetivo, obrado con bisagras, tornillos, muebles y demás materializaciones. Rodeado de objetos conocidos e incomprensibles, el poeta intenta retener su identidad, reclama la seguridad que sólo otorgan los sucesos que parecen no haber sucedido nunca —la experiencia—, y dice: “Los recuerdos/ van sumando/ retratos a la vida”[2]. De este modo, su palabra se hace alusión despojada, trágica, sombría; intenta aferrarse a la historia interior que, por persistencia, da algún sentido a la vida. La poesía no es para Hirsch un sueño sin ninguna realidad, ni es un juego de palabras sin lo serio de la acción, es la bitácora de un derrotero emocional que carga la única realidad posible.
En poesía es habitual decir la verdad. Esta exigencia provoca en nuestro autor la búsqueda del naturalismo, interpretado como respeto sentimental y desdén por tecnicismos vacíos u otros vanos sondeos de excentricidades, casi siempre forzados y pueriles: “…un hombre solo,/ abandonado,/ miserable,/ con la mirada perdida/ en el olvido.”[3] Ordena las abstracciones, las provoca accesibles, diáfanas, las ilumina en la zona clara que acerca a todos los hombres y acentúa su preocupación temporal en relación a los sucesos emotivos: “Tus caricias/ siempre tendrán su huella en mis mejillas.”[4]
El arbitrio de la palabra, la comunicación, es en este caso catarsis o, cuanto menos, canalización del vértigo que propone ese horizonte anterior y póstumo donde se contactan el cielo y la ceniza. El poeta “se sacude… [el] pasado y nos hace cómplices afortunados de su nostalgia”[5], rebusca las ilusiones entre sus recuerdos, las primeras caricias, los primeros labios, recurre al amor como instancia de cordura o de sentido, y siente el acecho de la sombra y del silencio que empañan toda su construcción terrena, y que le quitan sentido al devenir: “Si me vienes a buscar,/ reina negra,/ te pido lo hagas/ en la intimidad de la noche…”[6] donde el sustantivo intimidad se recarga de un valor que tiene más de cualidad personal que de entidad en sí. Esta rara prosopopeya, en la que la muerte cobra vida como interlocutora del poeta, es la dramatización trágica que emerge como resultado de las sucesivas pérdidas a las que estamos expuestos a lo largo del aliento. En esta instancia, el ojo del poeta no mira sino barrunta; su idea no alcanza a tocar la materia pero advierte que, más tarde o más temprano, esa dama oscura le quitará la suya. La tragicidad entonces, se transforma en el núcleo motor: “Las estrellas/ reflejan la despedida…”[7], y aun así el instinto no cede sino insiste en cruzar la lejanía: “La luna/ busca su sepultura/ tras el horizonte…”[8]; la identificación con el astro, que traspone ese más allá deseado, se opone a una entrega sin lucha.
Frente a los grandes obstáculos, frente a situaciones límites o bien frente a circunstancias que las parecen, los bordes del ser individual y las partes del organismo que en él se agrupan para la vida parecen difuminarse en el juicio del portador de la pena, parecen perderse y huir hacia un punto replegado y denso; y es en ese núcleo donde se agita la parte esplendorosa de la negrura[9], donde todos los dolores, todas las congojas y todos los dolores se recluyen para deliberar. Y si hay discusión, hay expectativas, como las hay si hay poesía.
La voluntad de ser comprendido en su íntima naturaleza, proyectada a lo largo de los libros de Jorge Hirsch, propone un especial atractivo a su lectura, estimula al salto por sobre la barrera de lo personal, que habitualmente separa al autor del lector, y desdice la habitual oscuridad con que suele asociarse a la poesía. La forma exterior que imprime a sus versos acentúa el contenido de un modo particular: lo sintetiza, lo acota, resume el cuerpo a sus huesos, además de imponerse por sobre la retórica que no pocas veces debilita la poesía de todos los tiempos: “Los párpados del universo,/ vencidos tras un largo día,/ descienden lentamente hacia el vacío”[10]. Así, concreto, sanguíneo, a veces vehemente, y con la flexibilidad que dicta lo espontáneo advierte la continua reformulación con que las urgencias ciñen su ser individual; reniega de las comunes debilidades y cree firmemente —entre las humanas dudas— en el poder de la palabra para florecer aun en la aridez. El amor y el destino, transformados en versiones de ilisha[11], aunque controlada, buscan el flujo de la interioridad hacia la verdad honda y solitaria, sabiendo que la eterna conjetura que nos hace ciertos secretea entre los versos, pues “…los versos nacen/ en territorios del alma.”[12]
[1] Hirsch, Jorge: “Segundo instante”, cuaderno AquíAllá Nº 3, sin título. Fundación Argentina para la poesía, Buenos Aires, 2000. p9
[2] Hirsch, Jorge: “Retrato”, de “El frágil equilibrio de los cuerpos”, La Luna Que, Buenos Aires, 2005. p9
[3] Op. cit.: sin título. p30
[4] Hirsch, Jorge: “Retratos”, poema IX. Buenos Aires, 1998. p17
[5] Carabelli, Julio: “Retratos”, contratapa.
[6] Op. cit,: poema XVI. p27
[7] Op. cit.: poema XXV. p39
[9] Cao, Omar: “Antología Poética Universal 8100”, “Canción”. Buenos Aires, Ed. LLQSCCLB, 1978. p63
[10] Hirsch, Jorge: “El frágil equilibrio de los cuerpos”, sin título. Buenos Aires, La Luna Que, 2005. p31
[11] Ilisha: del gr. melancolía de amor.
[12] Hirsch, Jorge: “El frágil equilibrio de los cuerpos”, sin título. Buenos Aires, La Luna Que, 2005. p65