ANTOLOGÍA DE POETAS CONTEMPORÁNEOS ARGENTINOS

20 poetas a mar abierto / 20 poètes au grand large

edición bilingüe castellano/francés

Versiones en francés: Françoise Laly

20 poetas a mar abierto

20 poetas a mar abierto

POETAS:

Héctor Miguel Ángeli – Rubén Balseiro – Luis Benítez – Enrique Roberto Bossero

Norberto Corti – Alfredo De Cicco – Alejandro Drewes – Yoly Fidanza

Rodolfo Godino – Françoise Laly – Long-Ohni – Graciela Maturo

Norma Pérez Martín – Nélida Pessagno – Michou Pourtalé – Antonio Requeni

Osvaldo Rossi – Ricardo Rubio – Fernando Sánchez Zinny – Jorge Sichero

PRELIMINAR

Allá por 1900, muchos viajeros aseguraban que Buenos Aires exhalaba un perfume que recordaba a París. Y algo de cierto había en la observación, por mucho que ambas ciudades mostrasen disparidades grandes en cuanto a orígenes, dimensiones, edad, cultura, historia, lengua; en fin: en todo.
Pero aun así, Buenos Aires, para fines del siglo XIX y durante buena parte del XX palpitaba según el ritmo de Francia y hasta el anchuroso Río de la Plata a veces se nos hacía tan poético y convocante como el Sena. No había, para entonces, en nuestra ciudad, persona de cultura que no hablara correcto francés, que no leyera las grandes obras de la literatura de ese idioma, no había familia cultivada que no tuviera noticias de la producción artística francesa, de las corrientes del pensamiento, del quehacer parisino en materia de teatro y de cine, y de todo cuanto bullía en los ámbitos culturales del país europeo.
Ese Buenos Aires culto, aristocrático, elitista, amaba a París, deseaba emular la cultura y las formas de allá, y, por alguna extraña e inexplicable razón, pues somos –aun con la inserción de una inmigración de profusas vertientes–, herederos bastante directos de España, se sentía hijo de un París que reunía, para este grupo de porteños, todos los ideales de la cultura, del refinamiento, del buen gusto y de la inteligencia.
Paralelamente, esta capital rioplatense, más allá de conservar la típica urbanización en cuadrícula de diseño español, más allá de la impronta y la lengua hispana, creció en edificios, parques, diagonales, monumentos. Y por todas partes hubo detalles decorativos, mobiliario, juguetes y vajillas de definido sello francés. Un porteño de altura debía comportarse y sentirse como un auténtico parisino y pocos fueron los artistas argentinos que no soñaran, al menos, con el imprescindible viaje a París, sin contar con que muchos lo hicieron.
Tan fuerte fue esa tendencia que hasta en la manifestación cultural más acabadamente porteña y popular, el tango, y si nos referimos a sus años de oro, por lejos, el “barrio” más mencionado en las letras es, singularmente, París.
España descubrió, conquistó y dejó sus marcas indelebles en América Latina; en el desarrollo económico, la Gran Bretaña , para bien o para mal, inscribió en el Río de la Plata sus intereses y su ideología, en tanto, en nuestra casa, la enorme oleada inmigratoria italiana, con esa estoica vocación por la labranza, fue la mano que difundió en los campos desiertos, verdor, rubios trigales, huertas y frutales, a la vez que ese enorme contingente humano se convertía, también, en principal  responsable de esa suerte de hibridación lingüística que es el lunfardo, jerga porteña en la que, asimismo, se entreveró el francés, el mismo francés que, por otra cuerda, daba aliento a los poetas, desde la época del evanescente simbolismo hasta las jocundas vanguardias de los años 20.
Luego, luego, desde finales del siglo XX y más aún en actual, la Meca ya no es París, sino Nueva York y la parla estimulante ya no es francesa sino en  inglés norteamericano. Sin embargo, la gran influencia de la cultura y de la estética anterior, aunque soterrada, sigue vigente. Para ayudarla a que persista es que se plantea en este libro un mancomunado ejercicio de aproximación a sus fuentes. Es con esta intención que emprendemos, a mar abierto, una suerte de navegación hacia los puertos de la dulce Francia. Veinte son los viajeros, diecinueve argentinos y una francesa, Françoise Laly, quien se ha ocupado, además, de poner a todos en palabras de su país, incluso a ella misma, pues los versos suyos publicados en esta ocasión fueron originariamente escritos en castellano, de modo que, a su respecto, el auspicioso recorrido ha sido de ida y vuelta.
Otoño de 2014

Ed. La Luna Que, Buenos Aires, 2015.

ANTIFONARIO DEL GRIAL, de Long-Ohni

Long-Ohni

11x17, 72 pag.

Prosa poética breve (2010).

Long-Ohni

Long-Ohni

EPÍLOGO:

Anotación sobre Antifonario del Grial, por Fernando Sáchez Zinny.

La antífona es una melodía generalmente corta y sencilla, utilizada para el canto de un estribillo que precede y sucede a himnos o salmos de la liturgia católica; quienes cantan son, indistintamente, los fieles asistentes al oficio o bien el coro que alterna esas intercalaciones piadosas con los ver-sículos que expresan la ofrenda propiamente ritual. Esta manera de rendir loor al objeto de culto es conocida como estilo antifonal y también se le suele llamar “salmodia antifonal”, por su asociación estrecha con los salmos que constituyen el núcleo de los cantos religiosos. Se trata de textos en bajo latín, metrificados ya al uso moderno, según sílabas, y aun cuando a veces su uso se evade de lo estrictamente litúrgico, la vinculación religiosa siempre permanece.
Hay dos tipos de antífona: la salmódica, ya mencionada, y la libre o “melismática”, simple rezo o invocación que se interpreta musicalmente con prescindencia de versículos asociados. Estamos hablando, por supuesto, de cosas de la Edad Media, de costumbres o modalidades que hoy sólo subsisten merced a la sublimación del arte, o atesoradas en el silencio de bibliotecas con-ventuales, bajo la forma de manuscritos llamados Antifonarios. Allí, palabras del latín tardío y la rudimentaria notación “cuadrata” quedan como testimonio de esa fuerte devoción que supo inflamar a las multitudes europeas.
Es siempre una reiteración del petitorio o de la oración, una suerte de ruego para que la tarea o la voluntad divina se cumplan. En la proyección actual de lo que entendemos por religiosidad y atenidos al orden de ideas y espiritualizaciones que se ha hecho general, resulta hoy fácil conceder dimensión simbólica a esta mención de la antífona como trasunto de una deseable plenitud. Silvia Long-Ohni, adolescente en la época en que redactó estos textos, naturalmente no podía escapar a la tentación de asumir ese sentido, llevada, en aquel entonces, por la imponente revitalización mística y ocultista registrada en los Sesenta del siglo pasado, vividos por ella con tanta intensidad, años ilustrados, como cabe recordar, por el regreso a tambor batiente de templarios, alquimistas y brujos, todos bajo la inhallable sombra de Fulcanelli y resguardados por el rampante anticientificismo de esos días.
Lo del Grial es harto más conocido y también más inmanejable: se trata de un copón que habría sido el vaso de Jesús durante la última cena -y, por ende, primer cáliz- que se supone llegó a las manos de José de Arimatea, quien en él recogió la sangre del Salvador. Llevado más tarde a Britania, está por ahí, extraviado entre las brumas de esa isla, y hay que buscarlo, cometido del que mucho se ocuparon los caballeros del rey Arturo. El Grial es uno de los símbolos más complejos del entramado mítico occidental y engloba, en principio, dos contenidos diferentes en torno de los cuales aparecen otros diversos. Ellos son el propio Grial y su búsqueda, que es una imagen del destino humano y natural en cuanto agente de la obra creadora. En la leyenda, Arturo, mantenedor del secreto del Grial, ha pecado y su castigo es padecer una misteriosa enfermedad que lo paraliza igual que a todo cuanto lo rodea. El conjunto vital se ha vuelto impotente, inerme: hombres y animales han dejado de procrearse, los árboles no dan frutos, las fuentes se han secado. Percival (Parsifal) interroga al rey: -¿Dónde está el Grial?; en ese instante, el monarca se levanta y la naturaleza se regenera.
Pero, por haber contenido la sangre de Cristo -lo que no es poco, sin duda-, el Grial posee otro simbolismo paralelo y seguramente mayor: se dice que fue tallado por los ángeles en una esmeralda en que coaguló el sudor caído de la frente de Lucifer en el momento de ser precipitado al abismo. Por ese motivo, y así como María nos redime del pecado de Eva, el Grial redime de la culpa luciferina, de la soberbia de querer ser Dios, de ser dueños de su omnipotencia y de su omnisciencia.

Fernando Sánchez Zinny

Aunque en niveles distintos, ambos significados coinciden en que la pérdida del Grial es la pérdida de la conexión con lo que es, y de ahí la importancia de reencontrarlo. Cabe agregar que para algunas tradiciones, él representa tanto un vaso y una patena en la que se expone la hostia (grasale), como un libro (grasal) en el que se guarda la predicación y la sabiduría, razón por la cual su búsqueda es una empresa doble incompara-blemente más ardua que la persecución interminable que protagoniza el “cazador maldito”, pues mientras éste acosa únicamente las formas fenoménicas del ser y del no ser, quienes van tras el Grial encarnan asimismo el anhelo de alcanzar el centro, lo invariable, el Primer Motor Inmóvil al que se refería Aristóteles; en fin, para la noción occidental, la aspiración de llegar a Dios, razón de todo. Es bajo la determinación de estos dos simbolismos superpuestos que es depositado en la mesa de los caballeros, en la “Tabla Redonda”, convertido en alegoría del cielo, del poder protector y de la comunicación con lo divino.
Long-Ohni ha querido expresar, al amparo de estas asociaciones medievales, la angustia y perplejidad de su juventud atada a una instancia de negación de lo sustantivo y de fragmentación del hombre, deseosa la autora de manifestar una unidad trascendente entre creador y criatura, empeño, tal vez, de imposible expresión literaria, lo que justifica esa opción por lo gótico, en la que va implícito un puñado de acepciones clásicas pero probablemente arbitrarias (arte “gótico”: arte de Dios, pues gott es dios en germano, y entonces “argot”, no sería ya mero lenguaje oculto sino oculto lenguaje de Dios). El resultado está en el género y en el estilo indefinibles de estos apuntes poéticos que ha denominado “protohistorias”, como forma de clasificación tentativa. No se trata de cuentos ni de prosa poética, ni admiten ser descriptos como puramente poemas y, sin embargo, exhiben las características de todas esas sustantivaciones adjetivantes. Parece evidente que el objetivo fue el de intentar aludir a casos que indicasen una ruta viable hacia el escondite del Grial es decir, hacia el hallazgo de la razón divina mediante lo que el hombre puede hacer, siendo entonces el término “antífona” sinónimo de “canto”, es decir de poesía en un sentido trascendente: poesía es todo lo más que el hombre puede hacer, pero no lo es todo, porque siendo denominación no es origen: tal vez inconscientemente. Long-Ohni vendría a recalar aquí en el viejo apotegma de que el poeta es un pequeño Dios, incapaz de crear.
Las revelaciones, entendidas como tales, nece-sariamente han de ser poéticas y si se las quiere ver como historias, de alguna manera han de ser siempre cuentos, en tanto entrañan acción, conflicto y desenlace, aun cuando la verosimilitud sólo sea posible, a su respecto, desde la óptica de la fe, la creencia o la esperanza. La irreductible ambivalencia que las habita hará, a la vez, que, sometidas al análisis de la racionalidad, en cada texto el lector ansíe encontrar claves diminutas pero delatoras de otras mayores que, a despecho de la oscuridad propia de lo hermético, faciliten atrapar la resbaladiza condición de ese pez ondulante.
Me atengo a esa actitud: por ejemplo, no me parece casual que el personaje de “Resurrexis” se llame Giorgio, es decir, Jorge. Sabemos que San Jorge mata al dragón y que su fuerza y poder se respaldan en la fe. El dragón es el poder maligno, luciferino, y se relaciona con el mito del Grial en tanto su posesión inmoviliza y merma todo (el dragón devoraba ovejas y personas hasta la previsible extinción de ambas especies que también simbolizan el todo: el pastor y la majada). San Jorge mata al dragón y pide en compensación que el resto del pueblo se bautice, es decir, se revista de Cristo. Este es el inicio del Antifonario. A mi ver, en esta breve “protohistoria” procúrase decir que debe abandonarse el orgulloso deseo de conocer el sentido de la existencia mediante el ahondamiento en lo fenoménico y seguir, en cambio, el camino de la gracia. La clave sería transparente, según leo: “Dejó unos cuantos principios y se trepó en una nube. Amén”.
A “Génesis”, por su parte, lo hallo vinculado con la mujer y el fuego, que son tres fuegos en el plano divino. Así como la mujer remite al origen y a la vida, el fuego se emparenta con la nutrición, la vitalidad, la transformación y la purificación, que alcanzan también a lo espiritual, claramente designado, sin ir más lejos, por el número tres. El fuego es un demiurgo procedente del sol y contiene en sí la idea de fecundidad. No es de extrañar que en muchos ritos aparezca el uso de hogueras, ascuas, antorchas y cenizas, sobre todo para rogar por el crecimiento de las mieses.
Los alardes ígneos perpetuados en la tradición popular -las hogueras de San Juan, los fuegos artificiales, los árboles con lucecitas de  Navidad- han tenido como finalidad asentar la majestuosidad de la luz y su triunfo sobre el mal, o sea las tinieblas; son residuos de una voluntad antigua de exorcizar al principio de la verdad luminosa de la traición que le infirió Lucifer, el “portador de la luz”, devenida para él en cegadora condena, ciertamente merecida y ciertamente evitable, si la humildad hubiese acompañado al despejo, proposición cristiana a la que Long-Ohni se adhería con convicción notoria, al igual que lo hizo siempre su mentor impreciso, Leopoldo Marechal.
Otro fragmento de este Antifonario… que me ha hecho pensar y reconocer fecundas incertidumbres es “Los tres lamentos de Jonás”, nombre que, vale la pena señalar, equivale a “paloma”, lo que nos remite, inevitablemente, a aquella lanzada al vuelo por el padre Noé. Es perceptible en ese tramo que los tres lamentos son simultánea metáfora de la vida del rebelde profeta y también de los tres días pasados por él cautivo en la panza de la ballena, castigo que le fue aplicado para que reflexionara y se arrepintiese, figuración, a juicio de los exegetas bíblicos, de los tres días que duró el calvario de Cristo, igualmente simbolizable como “paloma de reconciliación”.
Estas acotaciones no pretenden ser más que hitos indicadores de que hay caminos practicables para la comprensión de ciertos enigmas, de que no todo es sombra oscura a propósito de estos textos apasionados, desafiante colección de escritos concentrados con los que, desde la perspectiva de aquella religiosidad cultural y juvenil, se intentó explicar la historia del origen y, de esta forma, conjurar la angustia del vacío.

Fernando Sánchez Zinny

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COMENTARIO de Boris Frontera:

“Micromegas” es una colección de la editorial La Luna Que dedicada a dar a conocer textos breves, con la obvia intención de que esa pequeñez no redunde en paralela nadería o en insignificancia en cuanto a intensidad. Es de creer que, por el momento, ese objetivo se va consiguiendo y ese hecho nos alegra. Antifonario del Grial, nuevo libro -o librito- de Long-Ohni pertenece por méritos propios a esa colección, en la que ya la autora publicó los notables haiku reunidos en Hai.

En esta ocasión juega con un medievalismo trascendente, hecho de iluminaciones y de ritos iniciáticos, muy de los años sesenta -época de la que provienen los originales de la obra, según expresamente se previene-, pero muy joven y actual merced a la enorme carga poética profusamente dispersa en estas páginas, de muy difícil elucidación si de determinar el género al que pertenecen se trata: cabe que sea una invocación religiosa, o bien apuntes de una adolescencia enancada en los sueños, o, acaso, poesía simple y pura, de candentes simbolismos y atenida al desgarbo de una prosa en la que entran todos los ritmos y todos los horizontes.

En reiteradas ocasiones, Long-Ohni ha dado muestras de un talento polifacético, tanto como poeta, como narradora o como ensayista sagaz en temas literarios, psicológicos y históricos; Antifonario… puntualiza, para un lector atento, los orígenes de esa multiplicidad expresiva y afectiva y  testimonia un tiempo en que todavía no estaba definida en sus vías actuales.

Boris Frontera


HAI, de Long-Ohni

Long-Ohni
11×17, 96 pag.

Poesía haiku (2010).

Long-Ohni

Long-Ohni

COMENTARIO de Boris Frontera

¿Se puede hacer haiku en un idioma que no sea el japonés y escribirlos al margen del ideograma y de sus complementos, cuando, como sabemos, ellos abarcan tanto elementos poéticos como visuales? Y, en un orden más habitual a nuestras discusiones, pueden legítimamente existir fueran del marco de religiosidad, sabiduría e iluminación que le prestarían ciertas escuelas budistas? Hay quienes creen que sí y no por mero diletantismo, sino porque el estudio y la frecuentación de lo oriental los ha convencido de que esa actividad es valedera también para expresar, en claves nuestras, los sentimientos que impulsan esa forma lírica en el otro extremo del mundo.

Long-Ohni es una de esas personas. Los hace, además, con visible adhesión a la normativa clásica, revestida de impersonalidad y obediente a pautas de dilución en la naturaleza, actitudes que siendo japoneses son asimismo humanas. Es una magnífica poeta y esa pátina oriental sin violencias anima una voz reconocible y cuidada, necesariamente occidental, pero a la vez dócil al ilustre magisterio invocado. Por cierto, hay introspección y clara noción de ser, pero no apasionamiento vacuo ni romanticismo exaltado: “Arde la hoguera / y es la última ofrenda / del árbol viejo”, dice. O morosamente reflexiona: “Retorna el día. / Y aunque siempre lo ha hecho, / hoy es distinto.” Difiere su índole de la de Basho y su  peregrinación no es la de un monje; más bien cabe filiarla al andariego Issa o al irónico Shiki: “Sobre el tejado / la veleta hacia el Norte / y yo sin rumbo.”

Boris Frontera